jueves, 1 de abril de 2010

El nacimiento de Eloísa



Un embarazo maravilloso; una preparación amorosa, dedicada; el sueño de un parto en casa, íntimo, respetuoso, consciente…
Llega la semana 40, y Eloísa todavía no da señales de querer nacer. Mi cuello de útero aún con 0% de borramiento, y el cansancio ya se hace notar. Eloísa, empieza a darme una de las grandes lecciones de mi vida. Todo parece indicar que su camino es diferente a mis expectativas.

Su tamaño ya es considerable y el parto en casa deja de ser una opción segura para las dos, pensamos si esperar un poco más, con el riesgo de que siga creciendo, o inducir el parto. Optamos por lo segundo creyendo que así disminuiremos las posibilidades de una césarea.
Ingresamos al hospital. El panorama cálido, íntimo, familiar se transforma en una fría sala, llena de aparatos amenazantes y luces artificiales. El ánimo empieza a decaer, y sé que tengo que hacer todo mi esfuerzo por aceptar las nuevas circunstancias y rendirme a lo que esta pasando.
Nicolás mi gran compañero, esta allí con su presencia y amor. Mi mente no deja de dar vueltas, pero ahí estoy con lo mejor de mí para darle la bienvenida a mi pequeña Eloísa. Empiezan los protocolos, monitoreos, goteos, inmovilidad, personal entrando y saliendo. Mi médico y matrona haciendo lo posible por cambiar un poco esquemas rígidos. Y así pasan 26 horas de contracciones que no acaban de establecerse, una cabecita que se niega a bajar y que solo presiona cuando estoy en posición vertical. Un cuello que no acaba de abrirse. 


Entre masajes, visualizaciones, movimientos limitados, mi cuerpo cansado me va pidiendo una tregua. Me resisto, me atemorizo, lucho con todas mis fuerzas, hasta que me doy cuenta que todo está más allá de mi voluntad. Con la perspectiva de una dilatación muy lejana, y de una bebé que no termina de encajar, decidimos una cesárea.
Y entonces aquella sala de partos se convierte en sala de cirugía, y con mis brazos atados, mitad de mi cuerpo inmóvil, personal ruidoso hablando de sus vidas privadas, encuentro un poco de extraño descanso.
Minutos después veo el cuerpecito de Eloísa salir de mi, y tras un escaso beso la veo salir con la tranquilidad de que Nicolás la acogerá en sus brazos. Imagino ese duro recibimiento para ella, sabiendo lo que le espera y trato de mandarle todo mi amor con mi mente que es lo único que esta libre en ese momento.
Un rato después en la sala de recuperación llegan ella y Nico, mi corazón se llena y la abrazo con todo mi ser. Esta sanita, hermosa, todo es paz por un momento. En mi incomodidad, con medio cuerpo insensible intento ponerla en mi pecho y empieza a chupar con fuerza.
En esa incómoda posición creo que lo peor ya ha pasado. Una fría asesora de lactancia me da unas cuantas instrucciones, ve que Eloísa mama y se va.
Nos vamos al cuarto, es un día lluvioso, después de muchos meses de sequía y calor. Mi cuerpo empieza a despertar y la herida a doler recordándome todo lo que no fue. Me siento abatida, agotada, busco dentro de todo esto ese júbilo que debería estar sintiendo y no lo encuentro. Veo a mi pequeña, a mi Nico, a mi familia todos allí rodeándome de amor. Trato de enfocarme en todo lo bueno que me rodea, en la salud de Eloísa… Hay una sombra poderosa que inunda mi alma.
Aquellos dos días en el hospital pasan lentamente. Eloísa intentando mamar de un pezón plano un calostro escaso. Llora de hambre y yo de dolor por unos pezones sangrantes. Personas van y vienen preguntando como estoy, pero ninguna parece escuchar. Enfermeras insisten “tiene hambre”, me hacen las mismas preguntas una y otra vez, me ofrecen exámenes genéticos, que si el registro civil, que si las vacunas, que si hay que ponerla al sol. Un sol escondido en unas nubes oscuras como mi estado de ánimo. Primera noche, primer biberón. Al fin duerme tranquila, y nos da una tregua de 5 horas. Al día siguiente un poco de lo mismo. Un baño brusco, pinchazos para Eloísa porque “tu sangre y la de ella son incompatibles”.
Llega la noche, otro biberón, pregunto por la asesora de lactancia, “tienes que pedir una cita y venir”. Mis pezones cada vez más destrozados. Nicolás y mi familia a mi lado, acompañándome de la mejor manera posible, pero creo que nadie puede comprender del todo mi dolor.
Llega la hora de ir a casa. La pediatra pregunta hace cuanto no come, “hace 6 horas después de su ultimo biberón” Cara de alarma, llegan otros dos pediatras, “esto es muy grave” … otro biberón, otros pinchazos más, “la glucosa esta bien, pero en el limite inferior, si no sube se queda hospitalizada porque puede convulsionar y tener daño cerebral, además está amarilla, ¿la ha puesto al sol?”. Al final todo estaba bien, nos dan de alta…
Llegamos a casa al fin, con leche de formula para complementar mientras me baja la leche. Empiezan a aparecer sacaleches de todo tipo, pezoneras, cremas, aguas, hierbas, esencias, libros, asesoras y consejeras. 10 días después baja la leche abundante, mis pezones han sanado, y Eloísa ya no sabe succionar. Miles de intentos más y mis pezones empiezan a agrietarse, ella se frustra y entonces una vez más me rindo… Eloísa, niña de cesárea y biberón.