viernes, 26 de julio de 2013

La envidia del pene

Por Ana María Constaín

Tantas veces oí la frase: Los hijos le cambian a uno la vida para siempre. Y bueno, es bastante obvio. Pero jamás llegué a imaginar la magnitud de ese cambio.

Una vez Eloísa empezó a crecer en mi interior, nada fue ya ni remotamente igual.
Gestar a otro ser humano despertó en mi algo que no he podido hasta el momento poner en palabras. No en todo su sentido.

Ser madre ha sido sumergirme en el mundo femenino. En donde el tiempo no existe y la intensidad de las emociones escapa de cualquier intento de control. Un lugar de la eterna presencia. De la entrega. Del cuidado. De la conexión. De la disponibilidad. Del sostén. Del instinto. De lo misterioso e irracional.

Pero ser madre también ha sido darme cuenta de que este mundo me resulta extraño. A veces incómodo y asfixiante. Ha sido ver de frente que en mi co-habita este mundo masculino. En donde las cosas tienen un orden y un sentido. Una explicación lógica.  He reconocido esta parte de mi que quiere conquistar el mundo. Ser vista, reconocida, hablar de cosas inteligentes, tener vida social y laboral. Que no le gusta el rol de ama de casa. Al menos en el sentido tradicional. Porque la casa me queda pequeña. 

Y entonces siento una terrible envidia cada vez que Nicolás se va. A su mundo masculino. A ser un individuo-adulto. Con su propio espacio y tiempo.
Quisiera poder entregarme en ese mundo ilusorio, seductor, en el que no estoy en contacto con este universo interno caótico. Y dejar la crianza de mis hijas a otro ser dispuesto a vivir en esta locura.

No es tan simple. Porque mi corazón ya no me pertenece. Porque no hay nada igual a acompañar a mis hijas y ser testigo de sus procesos de vida. Porque esta maternidad llena de contrastes y colores es lo más grande que me ha pasado en la vida.
Esa conexión tan intensa que tengo con ellas es tan hermosa como aterradora. Porque me saca de terrenos conocidos. Porque me obliga a estar presente en un mundo a veces tan difícil. El amor que siento es tan grande y tan puro. Y en su intensidad a veces duele. Duele por todas aquellas sombras que ilumina, dejando al descubierto mis heridas, mis íntimos secretos que ni yo misma era capaz de confesarme. Es un amor que deja al descubierto mis incapacidades, mis debilidades, mis vulnerabilidades.

Así que de vez en vez esta envidia me corroe. Y siento rabia de que para los hombres sea tan simple (No por eso digo que fácil)

Y aunque quisiera a veces un poco de esa simpleza, ese poder coger mis maletas e irme sin dejar parte de mi (cosa que sé jamás volverá a pasar), no cambiaria por nada, por absolutamente nada, el ser mamá de dos seres maravillosos. El ser familia con un gran hombre y compañero de vida.
Una y otra vez me entrego a esta maternidad y me descubro en ella.
Siendo la madre que soy,


Con todo y mi envidia del pene.

jueves, 18 de julio de 2013

Pide y se te dará

Por Ana María Constaín

Eloísa, como cualquier niño de 3 años, pide un montón. Todo el tiempo. Mamá quiero jugo, mamá quiero esa Barbie, Mamá quiero un dulce, Mamá álzame. Mamá quiero el vaso verde, no el azul. Mamá quiero un cuento. Mamá quiero pintar, pero con pinturas.

Todo el día. Sin descanso.

Tantas veces pierdo la paciencia. Tantas veces el diálogo termina diciéndole “deja de ser tan caprichosa!”. “Es que no paras de pedir!”. Claramente se vuelve una pelea de niños. Porque para mi, en estas situaciones es imposible mantenerme centrada y adulta. “Todo tienen que ser a tu manera!!”

Y estos días me di cuenta de algo. Es justamente ese el problema. Que las cosas no son nunca a mi manera. Bueno, nunca es por supuesto una exageración. Pero me cuesta tanto, tantísimo pedir, que no puedo sino enfurecer con las personas que si lo hacen.
- ¡Qué exigentes!, ¡Demandantes!, ¡Caprichosas!, ¡Desconsideradas!, ¡Conchudas!, ¡Egocéntricas!

Estoy acostumbrada a adaptarme, a comprender las necesidades de otros, a cuidarlos en extremo para que estén bien.

¿Pedir?. Que mal gusto! Que los demás me den lo que puedan y quieran.

Por supuesto habita en mi una frustración y descontento constantes. Porque mis necesidades ocultas, insatisfechas no se quedan ahí silenciosas. Se disfrazan de indignación, de rechazo y soledad. De victimismo.

-Es que nadie me ve. Nadie me tiene en cuenta. Lo mío nunca es lo importante. Nadie reconoce lo que hago.

Y ahí va, mi descarada hija de 3, ¡a pedir! ¡A pretender que le cumpla sus deseos! ¡Qué poca consideración. ¿Que no se da cuenta que no está sola en la casa? ¿Que aquí estoy yo con mis propios deseos que ninguna mente es capaz de adivinar y cumplirme mágicamente?

Esa mente en la mayoría de los casos debería ser Nicolás. El esposo devoto y empático que con su gran amor es capaz de satisfacer mis más ocultas necesidades sin que yo tenga que mencionarlo si quiera.

Pero el es un mal hombre. También de la familia de los pedigüeños. De los egocéntricos. Incapaz de ver más allá de sus narices. (pienso yo en mis momentos de locura).

Este ha sido un darme cuenta lento. Lentísimo. Porque pedir para mi tiene una enorme carga, y a la vez esta carga se alimenta de mi infantil deseo de que el mundo gire a mi alrededor. Sin esfuerzos. Sin tener que decirlo.

Que alguien esté a mi lado adivinando que me pasa y haciéndome sentir bien. Tal como Matilde. Que llora con fuerza todo lo que sea necesario, hasta obtener lo que quiere.  Sus gritos no negocian. No entienden de modales. Ella no ha aprendido a respetar. A adaptarse a los demás y a su entorno. Su furia no tiene fin. Nada le importa la angustia de otros. El sentimiento de rechazo de quienes intentan con sus brazos darle un poco de calma.

¡Qué hijas! Nada aprenden de su madre sobre el buen comportamiento.

Y  Nicolás. Inmune a manipulaciones. A expectativas neuróticas. A victimismos convincentes. A soledades infantiles.

¿Que clase de gente me rodea? ¿Que me obliga a desprenderme de mi cómodo personaje y aprender nuevas maneras?

Así, despacito, me he arriesgado.
Empiezo a pedir.
A veces tímidamente. A veces con un “tranquilo, solo si puedes”, “si te queda fácil”. Rodeando de explicaciones para minimizar la vergüenza. Para justificar porque estoy siendo de “esas personas”.

Para mi sorpresa constato día a día, que me empiezo a hacer visible. Que la gente me toma en serio. Me valora y se interesa por mi. Que nadie deja de quererme por decir lo que quiero.

¡Y que cuando pido, se me da!


 (y que cuando no, no es tan grave porque además siempre hay alguien más a quién pedirle)