lunes, 25 de enero de 2016

Los que eligen morir. El suicidio infantil.

Por Ana María Constaín





La muerte de un niño es probablemente uno de los eventos más dolorosos. Ver la vida apagarse en un ser que apenas comenzaba su camino. Tantas ilusiones , esperanzas y sueños llegando a su fin. Prematuramente. Quedan muchas escenas inconclusas. El vacío de un amor puro e inocente que tenía tanto por delante.
Muy difícil de aceptar y comprender.

Si esta muerte, es una muerte elegida, una muerte desesperada,
Si esta muerte es un suicidio,
pasa de ser un evento muy doloroso a ser simplemente insoportable, desgarrador, innombrable, invivible. Algo que desborda el cuerpo, ahoga las emociones y aniquila la mente.

No nos cabe en ninguna parte que un humano que apenas empieza se quede sin opciones y elija dar fin a su vida como única salida.

Y esto es tan insoportable que necesitamos buscar culpables. Tratar por todos los medios de dar una explicación. Intentar encontrar soluciones certeras que nos aseguren que como humanidad, jamás tendremos que volver a pasar por algo así.

Los blancos más fáciles son las madres, los padres y los colegios. Aquellos que están a cargo directamente de la crianza de los niños.  Es una fórmula simple.
Luego buscamos al malo en quién podamos depositar toda la rabia que produce la impotencia.  El familiar, el bully, el profesor, el vecino, el abusador.
Volcamos en ellos nuestra ira, hacemos políticas de cero tolerancia, ponemos castigos, excluimos y señalamos a los causantes de esta desgracia. Repugnamos a una sociedad que se pudre y lleva a los niños a esos extremos.

Tenemos que exorcizarnos el dolor. El dolor desgarrador de haberles fallado.

Pero si nos quedamos ahí, en buscar un malo a quién echarle la culpa, entonces estas muertes serán en vano. 

Un niño que elige morir, es un niño que nos muestra que el mundo puede ser un lugar muy difícil de habitar.

Este es un hecho imposible de ignorar que  nos despierta de la anestesia con la que nos acostumbramos a vivir.
Denuncia nuestra ceguera y nuestra sordera. La pequeñez con la que insistimos pasar nuestros días, casi muertos en vida.

Si tenemos el valor de adentrarnos en el dolor y permitir que nos desarme, quizá podamos ver que estos niños que eligen morir, traen las voces de tantos que hemos anhelado la muerte en silencio. Tal vez podamos reconocer que ellos hacen realidad un tabú del que todos huimos y que tantas veces ha dado avisos, pero que por miedo hemos elegido darle la espalda.

Podemos seguir buscando culpables que alivien el dolor del que escapamos constantemente. 

Podemos seguir persiguiendo a los malos para tener la ilusión de que estamos haciendo algo.

Podemos refugiarnos en los "y si hubiera...", para evadir lo insoportable del momento presente,

O podemos sentir. Dejar que el dolor nos invada. Permanecer sin salir corriendo. Ver pasar el llanto, la ira, el miedo. Sentirlos en profundidad. Permitirles abrir camino.

Camino al amor que somos.

Un amor expansivo que poco a poco invada este mundo y entonces sea un lugar del que nadie quiera irse.

Ni los niños,

Ni los bullys, ni los acosadores, ni los criminales, ni los enfermos mentales, ni las malas madres y los malos padres, ni los profesores incapaces.

Un lugar en el que no haya que hacer esfuerzos heróicos para pasar los días.

Si tenemos el valor tal vez podamos darnos cuenta de que todos somos de alguna manera responsables del mundo que creamos instante a instante. 


Podamos quizá despertar.

miércoles, 13 de enero de 2016

Los bebés (y algunos niños) no pasan la noche

Por Ana María Constaín




Todo nuevo papá o mamá en algún momento, y muy pronto, se enfrenta a la siguiente pregunta:

¿Y ya pasa la noche?

Pasarla la pasa. Dormido profundamente, no.

Porque es un bebé. Su tarea primordial es sobrevivir y aterrizar en un mundo completamente nuevo. Adaptarse a la separación y a un mundo de sensaciones y necesidades. Así que pasar la noche no es una de sus prioridades, entre otras cosas, porque eso garantiza su vida.

Pero alguien nos hizo un terrible daño al crear el mito de que los bebés deben aprender pronto a dormir de 8 a 12 horas seguidas sin inmutarse. En su cuna inmensa de barandales, en un cuarto lejano y oscuro, lleno de juguetes y animales de peluche que proyectan inmensas sombras.

Nos creímos el cuento, porque es difícil asumir la idea de que una vez se tiene hijos, nunca jamás dormiremos igual. La falta de sueño es la primera dura realidad con la que nos enfrentamos y en medio del cansancio extremo nos aferramos a cualquier argumento que nos devuelva la ilusión de recuperar nuestra vida tal y como era. Eso no pasará. Ni con el sueño ni con tantas otras cosas que se transforman para siempre con la maternidad y paternidad.

Porque aunque el mito esta por todos lados, hay una realidad que constantemente elegimos ignorar. No por nada existe la tan popular frase: ¡Duerme ahora que puedes!, cada vez que aparece en el panorama una mamá embarazada. Para nadie es un secreto que un bebé viene con noches de sueño interrumpido.

Pero el creciente mito se alimenta de todos aquellos: “Mi bebé duerme sólo desde los 15 días toda la noche”

A lo que tengo que decir:

1.     Probablemente en un espacio de intimidad, libre de miradas evaluativas, la verdad se irá asomando y la confesión llegará: El bebé se despierta millones de veces. Duerme en la cama con los papás o en el peor de los casos la mamá tiene adormecida la mano por la presión de los barandales al tratar de volverlo a dormir sin levantarlo.
2.     El bebé “aprendió” con uno de los tantos métodos que circulan por ahí, que llegó en medio de la desesperación con promesas encantadoras.
No voy a entrar a profundizar en este controversial tema. Mucho menos a juzgar. Pero al menos en mi opinión este es una solución con aparentes beneficios a corto plazo y grandes problemas en el mediano y largo plazo.
3.     El bebé es uno de esos extraños y muy escasos casos que no deberían ser tomados como punto de referencia


Basta con leer los miles de foros y discusiones, revistas y consultas para ver que el mundo está repleto de bebés “anormales”  y necios que no quieren aprender lo que tanto anhelamos los papás y mamás exhaustos.

El problema es que esta idea se ha instaurado en lo más profundo y hay toda una industria del “sueño infantil” que se alimenta de ella y la refuerza.
Libros, aceites, esencias, colchones, cojines, cremas, métodos, sofisticadas lámparas y reproductores de sonido, monitores que compiten con los más complejos sistemas de seguridad.

Todo para reemplazar algo muy muy simple. A nosotros. Nuestro cuerpo, instinto, voz, calor, oído, olfato. Nuestros latidos del corazón. Nuestra más sencilla presencia. Lo que tenemos para permitir que el bebé sobreviva.
Porque por más que insistamos no hay como nuestra piel para detectar un sutil cambio de temperatura, nuestra oído para percatarnos de una dificultad respiratoria, nuestro olfato para saber cuando hay una infección intestinal. No hay como reaccionar inmediatamente a un vómito repentino a metros de distancia.  Ni mayor calmante que nuestro ritmo cardiaco y nuestra voz. No hay tela térmica más eficiente que nuestro calor corporal, ni monitor más eficaz que nuestro instinto, y que mejor técnica antimiedos que nuestra presencia. Ninguna sillita mecedora puede remplazar nuestros brazos.

¿Es fácil? No.
Dormir con un bebé es demandante. Tenemos que ajustar hábitos nocturnos, reinventarnos como pareja. Ser creativos porque no siempre “todos en la cama” sirve.

Pero no hay quién duerma tampoco con la angustia de saber que pasa al otro lado del pasillo, y al menos en mi experiencia, nada que agote más que la incansable búsqueda de ¿Por qué no pasa la noche? ¿Qué anda mal? ¿En que me estoy equivocando?¿Que le pasa a mi hijo?
Y en todo caso si somos creativos y nos ponemos menos rígidos, los bebés se adaptan a nosotros mucho más de lo que creemos.

Con Eloísa, la mayor, viví esa batalla con sufrimiento. Hasta que me rendí y fuimos todos felices. Ya con Matilde había una lección aprendida. Así que le quitamos la baranda a la cuna y la pegamos a nuestra cama. Pero fue mucho pretender dormir todos juntos. Así que nos separamos por pares, por un año completo, y luego, simplemente cambiamos de par.
Las niñas duermen juntas en sus camas pegadas una a la otra y de vez en cuando yo termino ahí. Ya ni veo la hora.

La típica excusa que nos persigue… ¿Y la vida de pareja?

La vida de pareja no será lo que era. Punto. Duerman donde duerman. La pareja ya es familia y como pareja más nos vale empezar a aceptar este cambio y empezar a evolucionar a nuevas maneras. Ajustarnos, comprender que hay etapas y crear nuevos espacios.



Porque además Eloísa solo hasta sus 5 años empezó a dormir de corrido.
No sé si el trauma de mis intentos afectó, o si simplemente es así. Ella que con su aguda sensibilidad percibe todo y necesita mucho de nosotros para sentirse segura en la noche.
Hay aún noches difíciles. De gritos y regaños. Desesperación porque queremos nuestras horas de sueño.
Pero he aceptado poco a poco que esto es también la maternidad. Renunciar a mi individualidad, entregarme incondicionalmente a otros seres que aún necesitan mucho de mi.
Esto no siempre es así. Pero vendrán otras etapas, en donde el sueño me lo quite su ausencia.  O las imágenes angustiosas de no saber que es de ellas.

Lo que si sé es que en general, no solo en este tema sino en tantos otros, la aceptación de lo que es, lo que hay y lo que somos, ha sido el camino más sencillo.

Por supuesto, hay hábitos que ayudan, y tips que nos guían. Pero al final es una danza constante entre las necesidades de ellas y las nuestras. Intentando tener siempre en cuenta quienes son las niñas y quienes los adultos.

No hay una sola fórmula que sirva. Y lo que sirve con una quizá no sirva con la otra. No hay más que conocernos y hacer constantes ajustes. Acompañar los rápidos cambios entendiendo que lo que hoy logramos, mañana será distinto probablemente. Porque siempre hay un diente nuevo, una tos intrusa, un clima inusual, un día intenso, una alimento pesado, una pesadilla invasiva, un cambio de casa.
O simplemente unas ganas de contacto. De sentir en la piel a mamá o a papá, para poder adaptarse a la idea de que nacieron en un mundo en donde existe la separación, el miedo, el dolor, la tristeza, la enfermedad, la soledad. Necesitan más que nada, la corroboración de que tienen disponible un amor certero que los acompañe en este viaje.

Así que no, los bebés no pasan la noche. Los niños muchas veces tampoco. Y los adolescentes a veces duermen de más, a veces pasan derecho, pero despiertos.

Es hora de que nos liberemos del mito.