martes, 27 de febrero de 2018

Amadas Hijas, no existe un lugar en el que podamos escapar de nosotros mismos




Hay días en los que me siento muy cansada y me pregunto si tiene sentido todo lo que hago.

Fantaseo con que nos vayamos todos a lugares lejanos de playas paradisiacas en donde una vida simple nos acoja. Días de ritmo lento, que no empiecen con una alarma que nos fuerce a salir de cama para enfrentar el frio de una ciudad de tonos grises y sujetos amenazantes. Me pregunto que hacemos aquí, en una carrera contra el tiempo, abriéndonos espacio en el furioso tráfico y el humo espeso. Tantas horas perdidas en vehículos apretados.

Tanto esfuerzo amadas hijas, porque las cuentas se apilan y unos números en el banco determinan nuestro estado emocional.

Sueño entonces con mundos mejores y abundantes, que no estén poseídos por el consumismo y en los que el Demoniaco Sistema no se robe lo mejor de cada uno.

Un lugar en el que no tenga que llegar a la casa por las noches después de oir tantas historias dolorosas sin la posibilidad de recibir sus propios relatos y atender su necesidad de cuerpo materno. Una vida amable en la que las prefiera despiertas y enérgicas en lugar de querer que se duerman para poder entregarme a mis sueños que si tengo suerte, me darán tregua y no me llevarán por los terrores de mi inconsciente.

Amadas Hijas,

Esta es solo una versión de la historia.

La versión que surge de mi mente teñida por la culpa, el juicio, y la lucha permanente.

Porque esos paraísos e infiernos no están allí afuera. Están en mi cabeza, que es quién en realidad no para.

Y no se trata amores míos, de ver el vaso medio lleno o medio vacío. De ponerse entonces unos lentes rosa para teñir las verdades superficialmente, anestesiar el dolor a punta de entretenimiento y lavar la culpa con racionalizaciones o positivismo impostado.

No.

Amadas Hijas,

Se trata de no escapar, de no querer resolver afuera lo que tiene origen adentro de nosotros, de dejar de correr una carrera para no tener que parar y enfrentarnos con la realidad que más nos duele: nuestra realidad interior.

Es mentira que el ritmo me lo impone el reloj, la ciudad, el sistema o el consumismo; que la angustia viene de la cuenta bancaria; el miedo de los crímenes terroríficos; la enfermedad de la polución; el cansancio de la agenda llena; o la tristeza de la deshumanización.

Me puedo ir a aquella isla paradisiaca, y me llevaría conmigo todo lo que soy. Muy pronto me las arreglaría para encontrar las fallas de ese lugar y empezaría a intentar mejorarlo. Me ocuparía. Crearía estrategias. Me quejaría. Me parecería que ustedes piden más de la cuenta, que se mueven mucho, que se aburren de más. Sentiría el sinsentido de estar allí con tantas necesidades en el mundo. Me culparía por la injusticia y la desigualdad. Me negaría el placer cuando las voces empezaran a atacarme.

Sospecho que en poco tiempo estaría agotada.

Anoche, amadas hijas, en medio de esta caótica ciudad, rodeada de ruidos, con frio, y en una postura bastante incomoda, paré. Como lo hago de vez en cuando, un poco forzada porque la verdad no es una actividad demasiado placentera. Al menos no en el sentido literal de la palabra.

Por dos horas luche sin parar conmigo misma. Observé mi mente divagando por todos lados en búsqueda de algún confort que me distrajera de la tortura.

No logré nada. Por el contrario fue una sesión desastrosa.

Deliciosamente desastrosa.

“Jamás seremos libres hasta que no nos liberemos de nosotros mismos.” Esas fueron las palabras de Juan Sebastián que me quedaron retumbando y de las que más quería escapar.

Llegué a una cama con un cuerpo de 5 años afebrado. Dormi a medias. Me levanté con la alarma una vez más. Voces imparables de un alma que se siente feliz de la salida pedagógica. Platos que suenan en la cocina. Café pateado entre las cobijas. Café que me llegó a la cama con un beso cálido y amoroso de un hombre adormilado. My Little Pony mientras tecleo estas letras.

Caótica crianza. Ciudad que ruge al otro lado de la ventana. Una agenda que me muestra los nombres de personas valientes que abrirán su corazón para encontrarse justamente consigo mismas. Determinadas a no escapar más de sí mismas.

Números que cambian en una cuenta de banco como muestra de un movimiento permanente de dar y recibir.

Una existencia que no se detiene nunca.

Una sinfonía universal que no depende en lo absoluto de mi neurótico control


Amadas Hijas,


Gracias. Ser su mamá ha sido la manera más contundente de no escapar, y de encontrarme honestamente conmigo misma.

lunes, 12 de febrero de 2018

Detrás de escena



No creo que necesariamente haya que vivir todas las experiencias para poder ponerse en el lugar de otros.
Justamente la práctica de la Compasión nos permite conectar con cualquiera, reconociendo la humanidad compartida y de alguna manera sintiendo al otro el sentido amplio de la palabra,

Sin embargo vivir en carne propia las experiencias definitivamente nos da otra perspectiva y nos derrumba juicios y críticas, y flexibiliza posturas rígidas y polarizadas.

Ser mamá es una de esas experiencias que sin duda me permitió ver a mis papás desde un lugar muy diferente. A todos los papás: los que llegan a mi consultorio; los que son desgarrados en criticas en juntas escolares, o en redes sociales; los que están en la mira de toda la sociedad y señalados como responsables de muchos de los problemas del mundo.
Mis hijas derribaron muchas ideas, fueron disolviendo poco a poco muchos reclamos, me ampliaron la visión y me abrieron el corazón.

Ser emprendedora es otra de esas experiencias.
Ahora no puedo ver algo frente a mi sin reconocer toda la cadena que hay detrás de que ese objeto esté en mis manos, o de que ese servicio me sea entregado.
Poder comer un plato de comida en un avión que me lleva a un lejano lugar rápidamente, abrir la llave y tener agua caliente, sentarme en una mesa y que me traigan un plato de una receta deliciosa sin mover un dedo. Apretar un botón en mi celular (que a su vez es un increíble objeto) y que a la puerta de mi casa lleguen tantas cosas que me facilitan la vida, sacar a mis hijas a la puerta de la casa y saber que van a tener un día completo de amor, campo, aprendizaje y cuidado.

¡Cuántas cosas suceden detrás de escena!
Cuántas personas, procesos, detalles, coordinación, entrega, conflictos por resolver, enseñanza, retos, recursos, hay detrás de cada cosa que hace parte de nuestra cotidianidad.

Fácil es juzgar y señalar, a aquellos empresarios demoniacos, a los explotadores, a los inhumanos.
Fácil es quejarse por los precios, los salarios, la baja calidad, el pésimo servicio.
Cómo fácil es señalar a los malos padres y madres que tantas cosas hacen mal.

Fácil es, y hoy más, desprestigiar en un click a alguien. Calificar con estrellitas según una experiencia.
Exigir. Destruir. Criticar. Hablar desde el desconocimiento.
Y sí, tenemos derecho a opinar, a retroalimentar, a denunciar, pedir que nos den lo que necesitamos.
¿Pero desde donde lo hacemos? Desde un lugar de responsabilidad para contribuir, o para perpetuar un lugar de queja en el que nunca asumimos ningún tipo de responsabilidad y pretendemos que sea el otro quien resuelva nuestra existencia.

Las hijas y la empresa han sido grandes maestras. Me han permitido ampliar la mirada de una forma contundente.
Sé que tengo una gran responsabilidad en ambos casos, y que mi invitación permanente es trabajar en mi.
Y también soy (a veces) menos dura con mis juicios, y siento agradecimiento con todos aquellos que asumen el reto de salir de zonas cómodas para darse a otros.

Voy saliendo poco a poco de el terreno del eterno reclamo infantil, buscando siempre afuera responsables, exigiendo que otros resuelvan, culpando a mis padres o lideres, empresarios, educadores y políticos (que al final termina siendo el mismo arquetipo) de todo lo que me pasa, para empezar a hacerme cargo y saber que parte de todo lo que me sucede tiene que ver conmigo y trabajar en como puedo aportar consciencia, a quienes se cruzan en mi camino, directa o indirectamente y quienes al final son espejos de mi propia existencia.